Viernes de la XXV semana del Tiempo Ordinario

Templo de las Carmelitas

  • 19:00 Misa
  • 19:30 Adoración al Santísimo

Primera lectura

Lectura del libro del Eclesiastés (3,1-11):

Todo tiene su tiempo y sazón, todas las tareas bajo el sol: tiempo de nacer, tiempo de morir;

tiempo de plantar, tiempo de arrancar; tiempo de matar, tiempo de sanar; tiempo de derruir, tiempo de construir; tiempo de llorar, tiempo de reír; tiempo de hacer duelo, tiempo de bailar; tiempo de arrojar piedras, tiempo de recoger piedras; tiempo de abrazar, tiempo de desprenderse; tiempo de buscar, tiempo de perder; tiempo de guardar, tiempo de desechar; tiempo de rasgar, tiempo de coser; tiempo de callar, tiempo de hablar; tiempo de amar, tiempo de odiar; tiempo de guerra, tiempo de paz. ¿Qué saca el obrero de sus fatigas? Observé todas las tareas que Dios encomendó a los hombres para afligirlos: todo lo hizo hermoso en su sazón y dio al hombre el mundo para que pensara; pero el hombre no abarca las obras que hizo Dios desde el principio hasta el fin.

Palabra de Dios

Salmo

Sal 143,1a.2abc.3-4

R/. Bendito el Señor, mi Roca

Bendito el Señor, mi Roca,
mi bienhechor, mi alcázar,
baluarte donde me pongo a salvo,
mi escudo y mi refugio. R/.

Señor, ¿qué es el hombre para que te fijes en él?;
¿qué los hijos de Adán para que pienses en ellos?
El hombre es igual que un soplo;
sus días, una sombra que pasa. R/.

Evangelio

Lectura del santo evangelio según san Lucas (9,18-22):

Una vez que Jesús estaba orando solo, en presencia de sus discípulos, les preguntó: «¿Quién dice la gente que soy yo?»
Ellos contestaron: «Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros dicen que ha vuelto a la vida uno de los antiguos profetas.»
Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?»
Pedro tomó la palabra y dijo: «El Mesías de Dios.»
Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y añadió: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día.»

Palabra del Señor

Comentario

De Ciudad Redonda

CR

Queridos hermanos:

“Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”.  Han pasado siglos, y sigue resonando esta pregunta de Jesús. Nosotros nos apresuramos a responder con el Credo del catecismo; con las fórmulas acuñadas en los concilios: “Nacido del Padre, antes de todos los siglos”, “Engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre”, “Bajó del cielo, se encarnó, padeció, fue sepultado y resucitó”, “ Vendrá para juzgar a vivos y muertos”.  Son fórmulas exactas, recitadas con fe en la Iglesia, a través de tantas generaciones, dignas de nuestro estudio y amor. También corremos el riesgo de la rutina, casi infantil, al decirlas en la liturgia. Y nosotros sabemos que el objeto de nuestra fe es él, Jesucristo; no, unas verdades abstractas sobre él.

Saber bien quién es Jesús, para tener fe y confianza en él, es tan importante que Jesús lo sitúa en un momento de oración. En la oración, no caben las ideologías que afloran en las reflexiones y discusiones de los hombres. Es que solo la fe tiene la respuesta sobre la identidad de Jesús. La visión clara es: “El Mesías de Dios”. No un Mesías político y triunfador. En el Antiguo Testamento, el Mesías es Rey, libertador del pueblo en toda opresión. Pero el Mesías Jesús va asociado a su pasión y muerte, a su fracaso de varón de dolores. Este es el verdadero contenido de su mesianismo. Con razón, no les cabía en la cabeza. Por eso, Jesús les prohíbe a los suyos que lo digan a nadie. Este evangelio establece el siguiente recorrido, en cuanto a la identidad de Jesús: La gente lo llama profeta, los apóstoles lo confiesan Mesías de Dios y Jesús se autoproclama Hijo del Hombre. Ya está la respuesta redonda.

Este Mesías no quería títulos o poderes mundanos.  Y los discípulos no lo entendieron. Querían apartarle del camino de la pasión; más bien, pretendían los primeros puestos y estaban lejos de quedarse los últimos y servidores. Hoy, todavía hay entre los seguidores de Jesús mucho lastre de ambiciones de poder, del carrerismo denunciado por los tres últimos Papas, de escalar dignidades, de acaparar títulos, tan lejos del que se humilló hasta la muerte. ¿Qué hacer? Mirar a Jesús, y confesar nuestra fe. Recordamos un ejemplo: “Jesucristo es el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Es el Maestro y Redentor de los hombres. Él nos conoce y nos ama, compañero y amigo de nuestra vida, hombre de dolor y de esperanza. Yo nunca me cansaría de hablar de él; él es la luz, la verdad, más aún, el camino, la verdad y la vida. Fue pequeño, pobre, humillado, ejemplo, nuestro consuelo, nuestro hermano. Instituyó el nuevo Reino en el que  los pobres son bienaventurados, en el que todos son hermanos. A vosotros, cristianos, os repito su nombre: Cristo Jesús es el mediador entre el cielo y la tierra, es el Hijo de María. ¡Jesucristo! Recordadlo. Nuestro anhelo es que su nombre resuene hasta los confines de la tierra por los siglos de los siglos” (Pablo VI).

San Carlos de Sezze

De Aciprensa

Este humilde hermano franciscano escribió por orden expresa de sus superiores los recuerdos de hechos especiales que le sucedieron en su vida. Son los siguientes. Nació en 1620 en el pueblo italiano de Sezze.

De familia pobre, cuando empezó a asistir a la escuela, un día por no dar una lección, el maestro le dio una paliza tan soberana que lo mandó a cama. Entonces los papás lo enviaron a trabajar en el campo y allá pensaba vivir para siempre.

Pero sucedió que un día una bandada de aves espantó a los bueyes que Carlos dirigía cuando estaba arando, y estos arremetieron contra él con gravísimo peligro de matarlo. Cuando sintió que iba a perecer en el accidente, prometió a Dios que si le salvaba la vida se haría religioso. Y milagrosamente quedó ileso, sin ninguna herida.

Entonces otro día al ver pasar por allí unos religiosos franciscanos les pidió que le ayudaran a entrar en su comunidad. Ellos lo invitaron a que fuera a Roma a hablar con el Padre Superior, y con su recomendación se fue allá con tres compañeros más.

El superior para probar si en verdad tenían virtud, los recibió muy ásperamente y les dijo que eran unos haraganes que sólo buscaban conseguirse el alimento gratuitamente, y los echó para afuera. Pero ellos se pusieron a comentar que su intención era buena y que deberían insistir. Y entraron por otra puerta del convento y volvieron a suplicar al superior que los recibiera. Este, haciéndose el bravo, les dijo que esa noche les permitía dormir allí como limosneros pero que al día siguiente tendrían que irse definitivamente. Los cuatro aceptaron esto con toda humildad, pero al día siguiente en vez de despacharlos les dijeron que ya habían pasado la prueba preparatoria y que quedaban admitidos como aspirantes.

En el noviciado el maestro lo mandó a que sembrara unos repollos, pero con la raíz hacia arriba. Él obedeció prontamente y los repollos retoñaron y crecieron. Después el superior del noviciado empezó a humillarlo y humillarlo. Él aguantaba todo con paciencia, pero al fin viendo que iba a estallar en ira, se fue donde el maestro de novicios a decirle que se volvía otra vez al mundo porque ya no resistía más. El sacerdote le agradeció que le hubiera confiado sus problemas y le arregló su situación y pudo seguir tranquilo hasta ser admitido como franciscano.

Ya religioso, un día entraron a la huerta del convento unos toros bravos que embestían sin compasión a todo fraile que se les presentara. El superior, para probar qué tan obediente era el hermano Carlos, le ordenó: “Vaya, amarre esos toros y sáquelos de aquí”. El se llevó un lazo, les echó la bendición a los feroces animales y todos se dejaron atar de los cachos y lo fueron siguiendo como si fueran mansos bueyes. La gente se quedó admirada ante semejante cambio tan repentino, y consideraron este prodigio como un premio a su obediencia.

Para que no se volviera orgulloso a causa de las cosas buenas que le sucedían, permitió Dios que le sucedieran también cosas muy desagradables. Lo pusieron de cocinero y los platos se le caían de la mano y se le rompían, y esto le ocasionaba tremendos regaños. Una noche dejó el fogón a medio apagar y se quemó la cocina y casi se incendia todo el convento. Entonces fue destituido de su cargo de cocinero y enviado a cultivar la huerta. A un religioso que le preguntaba por qué le sucedían hechos tan desagradables, le respondió: “Los permite Dios para que no me llene de orgullo y me mantenga siempre humilde”.

Después lo nombraron portero del convento y admitía a todo caminante pobre que pidiera hospedaje en las noches frías. Y repartía de limosna cuanto la gente traía. Al principio el superior del convento le aceptaba esto, pero después lo llamó y le dijo: “De hoy en adelante no admitiremos a hospedarse sino a unas poquísimas personas, y no repartiremos sino unas pocas limosnas, porque estamos dando demasiado”. Él obedeció, pero sucedió entonces que dejaron de llegar las cuantiosas ayudas que llevaban los bienhechores. El superior lo llamó para preguntarle: “¿Cuál será la causa por la que han disminuido tanto las ayudas que nos trae la gente?” “La causa es muy sencilla –le respondió el hermano Carlos-. Es que dejamos de dar a los necesitados, y Dios dejó de darnos a nosotros. Porque con la medida con la que repartamos a los demás, con esa medida nos dará Dios a nosotros”.

Desde ese día recibió permiso para recibir a cuanto huésped pobre llegara, y de repartir las limosnas que la gente llevaba, y Dios volvió a enviarles cuantiosas donativos.

Tuvo que hacer un viaje muy largo acompañado de un religioso y en plena selva se perdieron y no hallaban qué hacer. Se pusieron a rezar con toda fe y entonces apareció una bandada de aves que volaban despacio delante de ellos y los fueros guiando hasta lograr salir de tan tupida arboleda.

El director de su convento empezó a tratarlo con una dureza impresionante. Lo regañaba por todo y lo humillaba delante de los demás. Un día el hermano Carlos sintió un inmenso deseo de darle el golpe e insultarlo. Fue una tentación del demonio. Se dominó, se mordió los labios, y se quedó arrodillado delante del otro, como si fuera una estatua, y no le dijo ni le hizo nada. Era un acto heroico de paciencia.

¿Qué era lo que había sucedido? Que el Superior Provincial había enviado una carta muy fuerte al director diciéndole que le había escrito contándole faltas de él. Y éste al pasar por la celda de Carlos había visto varias veces que estaba escribiendo. Entonces se imaginó que era él quien lo estaba acusando. Su apatía llegó a tal grado que le hizo echar de ese convento y fue enviado a otra casa de la comunidad.

Al llegar a aquel convento el provincial, le dijo al tal superior que no era Carlos quien le había escrito. Y averiguaron qué era lo que este religioso escribía y vieron que era una serie de consejos para quienes deseaban orar mejor. El irritado director tuvo que ofrecerle excusas por su injusto trato y sus humillaciones. Pero con esto el sencillo hermano había crecido en santidad.

Las gentes le pedían que redactara algunas normas para orar mejor y crecer en santidad. El lo hizo así y permitió que le publicara el folleto. Esto le trajo terribles regaños y casi lo expulsan de la comunidad. El pobre hombre no sabía que para esas publicaciones se necesitan muchos permisos. Humillado se arrodilló ante un crucifijo para contarle sus angustias, y oyó que Nuestro Señor le decía: “Animo, que estas cosas no te van a impedir entrar en el paraíso”.

La petición más frecuente del hermano Carlos a Dios era esta: “Señor, enciéndeme en amor a Ti”. Y tanto la repitió que un día durante la elevación de la santa hostia en la Misa, sintió que un rayo de luz salía de la Sagrada Forma y llegaba a su corazón. Desde ese día su amor a Dios creció inmensamente.

Al fin los superiores se convencieron de que este sencillo religioso era un verdadero hombre de Dios y le permitieron escribir su autobiografía y publicar dos libros más, uno acerca de la oración y otro acerca de la meditación.