Esto dice el Señor:
«Ahora, hijo de hombre, escucha lo que te digo: ¡No seas rebelde, como este pueblo rebelde! Abre la boca y come lo que te doy».
Vi entonces una mano extendida hacia mí, con un documento enrollado. Lo desenrolló ante mí: estaba escrito en el anverso y en el reverso; tenía escritas elegías, lamentos y ayes.
Entonces me dijo:
«Hijo de hombre, come lo que tienes ahí; cómete este volumen y vete a hablar a la casa de Israel».
Abrí la boca y me dio a comer el volumen, diciéndome:
«Hijo de hombre, alimenta tu vientre y sacia tus entrañas con este volumen que te doy».
Lo comí y me supo en la boca dulce como la miel.
Me dijo:
«Hijo de hombre, anda, vete a la casa de Israel y diles mis palabras».
Salmo
Sal 118, 14. 24. 72. 103. 111. 131 R/. ¡Qué dulce al paladar tu promesa, Señor!
Mi alegría es el camino de tus preceptos,
más que todas las riquezas. R/.
Tus preceptos son mi delicia,
tus enseñanzas son mis consejeros. R/.
Más estimo yo los preceptos de tu boca
que miles de monedas de oro y plata. R/.
¡Qué dulce al paladar tu promesa:
más que miel en la boca! R/.
Tus preceptos son mi herencia perpetua,
la alegría de mi corazón. R/.
Abro la boca y respiro,
ansiando tus mandamientos R/.
Evangelio
Lectura del santo evangelio según san Mateo 18, 1-5. 10. 12-14
En aquel momento, se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron:
«¿Quién es el mayor en el reino de los cielos?». Él llamó a un niño, lo puso en medio y dijo:
«En verdad os digo que, si no os convertís yos hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Por tanto, el que se haga pequeño como este niño, ese es el más grande en el reino de los cielos. El que acoge a un niño como este en mi nombre me acoge a mí.
Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles están viendo siempre en los cielos el rostro de mi Padre celestial.
¿Qué os parece? Suponed que un hombre tiene cien ovejas: si una se le pierde, ¿no deja las noventa y nueve en los montes y va en busca de la perdida? Y si la encuentra, en verdad os digo que se alegra más por ella que por las noventa y nueve que no se habían extraviado.
Igualmente, no es voluntad de vuestro Padre que está en el cielo que se pierda ni uno de estos pequeños».
Reflexión del Evangelio
Cómete ese volumen
Al profeta Ezequiel se le pide que nutra su existencia con el alimento que Dios le da, simbolizado en el rollo que ha de comer: “Abre la boca y come lo que te doy.” Este gesto va cargado de denuncia contra Israel: ¡No seas rebelde, como este pueblo rebelde! La profecía no se queda reducida a una denuncia oral, sino que toda la vida del profeta está encaminada al anuncio, de modo que no solo por el oído escuchen, sino que los ojos tengan delante un signo motivador para el cambio. Lo que el profeta ha de comunicar no es el resultado de su análisis de la situación, sino que le viene dado: “Hijo de hombre, anda, vete a la casa de Israel y diles mis palabras.” Palabras que primero han sido digeridas por él: “Alimenta tu vientre y sacia tus entrañas con este volumen que te doy.”
Nos deja el testimonio de su propia experiencia: “lo comí y me supo en la boca dulce como la miel.” Cuando transmita la palabra recibida, estará fundada en lo que ha experimentado de ella. Palabra que alimenta y sacia y por lo mismo sus efectos alcanzan a la intimidad existencial del profeta. Su misión no es solamente denunciar, sino anunciar señalando el modo de proceder y mostrar los resultados de la palabra que salva.
Cada bautizado es colocado en la misma situación de Ezequiel. La misión profética no es condenatoria, sino iluminadora de la realidad del mundo y de cada individuo de la humanidad. La necesidad imperiosa de ser alimentados por la Palabra, que ilumina y llena de vida; que sostiene la propia existencia y al mismo tiempo procura impulsar un cambio en su entorno social. Ha de comer, alimentarse de la Palabra, descubrir en ella el contenido de lo que debe ser comunicado y abrirse a la novedad de una comunicación diferente. No puede quedarse al margen la experiencia de la dulzura saboreada al recibirla. La devoción popular ha denominado de dulcísimo el Nombre de Jesús. El, que es la Palabra que llena de vida y de consuelo. Dulzura sin límites.
¡Qué dulce al paladar tu promesa, Señor!
Es lo que se repite en la antífona del salmo: “¡Qué dulce al paladar tu promesa, Señor! De alguna manera, con esta repetición, se nos viene a mostrar los efectos de la acogida de la Palabra y lo necesario que es recordarla. Es más dulce que la miel de un panal que destila. La permanente eficacia de la palabra acogida, transforma la amargura en gozo, la dureza en ternura y la acritud en dulzura. Un cambio imprescindible para el ser humano y para una sociedad que se ha olvidado de la ternura y ha perdido los valores esenciales que la humanizan
¿Quién es el mayor en el reino de los cielos?
Una vieja inquietud para el ser humano: ¿quién es el más importante? Una cultura de la competitividad, muchas veces desleal, que nos arrastra a pisotear la dignidad de las personas, enfrentando unas a otras con tal de conseguir poder y dominio. Estar por encima de los demás y ser quien dispone cómo tienen que ser las cosas y de qué manera se han de llevar a cabo.
Jesús coloca a un niño en medio de ellos. Es más elocuente la figura del niño y adquiere un sentido mayor, cuando la Palabra llena de mayor contenido el signo.
Jesús les dice: “En verdad os digo que, si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.” Dos cosas destaca: convertirse, es decir cambiar de mentalidad, que es por donde empieza la conversión; hacerse como niños, es decir, sencillez, humildad y deseo de aprender, que es lo que caracteriza al niño. En el niño no hay doblez, todo es más simple. Hay humildad, no se pone por encima de los otros. Te sorprenden cuando ves cómo se solidarizan compartiendo lo que podría ser el logro de uno. Un extraordinario deseo de saber. Jesús en otro lugar afirma: todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí.
Lo que tiene que estar en el horizonte del bautizado y de la comunidad de creyentes no puede ser otra cosa que lo que el mismo Jesús señala: “Suponed que un hombre tiene cien ovejas: si una se le pierde, ¿no deja las noventa y nueve en los montes y va en busca de la perdida?” Con ello hace un planteamiento nuevo. El interés no está en ver quién es más que el otro. Quién es el primero. Lo significativo es mirar para cuidar y en el caso de descubrir la ausencia de alguien, procurar buscarlo y recogerlo a la comunión.
La voluntad del Padre no es otra que la salvación de todos. Se hará alusión a los pequeños, a, los que no cuentan para una sociedad de tendencia excluyente, reconociendo que ellos son importantes. Para Dios todos cuentan y nadie puede ser dejado de lado y excluido.
¿Qué lugar concedo a la Palabra en mi vida?
¿Escrutarla llena de sentido mi propia vida y me encamina a llevarla a los otros?