Pocas fiestas hay tan entrañadas en el alma del pueblo valenciano, con tan honda raigambre en él y de tan larga tradición secular en su historia como la que vamos a celebrar el domingo, y para la que ahora nos preparamos.
Aquí expresamos y celebramos el misterio de nuestra fe. El impacto de la secularización ha podido hacer mella en ella. Por esto es necesario que sea una fiesta donde se proclame con toda verdad gozosamente, con alegría festiva, la fe que da sentido y razón a nuestro vivir. Que sea un día donde, de verdad, se confiese públicamente con los labios y el corazón, los cantos y las tradiciones de antaño, la fe en Jesucristo, Hijo único de Dios, centro y clave de todo lo creado, raíz de nuestra esperanza, fundamento último para el edificio del mundo y de la sociedad, piedra angular de la Iglesia. En la adoración al Santísimo Sacramento contemplamos a nuestro único Maestro, que hoy como ayer continúa acompañándonos para ofrecer la gracia y la misericordia de Dios Padre a todas las gentes, ofreciéndose a sí mismo como alimento para que no desfallezcan en el camino.
Cuando tantos cristianos pretenden vivir la fe como en la clandestinidad o en el anonimato, cuando no pocos ocultan sus convicciones, es necesario que los cristianos manifestemos en público esa fe, salgamos a la calle, sin arrogancia alguna, pero con firmeza y respeto para todos. No podemos acomplejarnos de la presencia real de Cristo, Evangelio vivo de Dios, fuerza de salvación para todo el que cree. No podemos ni debemos ocultar lo que Jesús nos dice que proclamemos en las calles, desde las terrazas: su amor, el amor de Dios entregado a los hombres en su cuerpo, en su persona para la vida del mundo. No podemos ni debemos ocultar ni silenciar al que es el Hijo de Dios venido en carne, luz para todo hombre, camino, verdad y vida, reconciliación y paz, salvación para todo hombre y alivio para quien acude a Él.
En este día los cristianos celebramos la presencia real de Cristo, el Cuerpo de Cristo, en la Eucaristía, recorremos las calles y las plazas de nuestra ciudad adorando al Santísimo sacramento del Altar, en el que está real y verdaderamente presente Cristo vivo, el Amor de los amores entregado por nosotros. Cristo vive para siempre y está realmente presente con toda su persona y su vida, con todo su misterio y con todo su amor redentor, en el pan y en el vino de la Eucaristía.
¿Cómo vamos a dejar de proclamar en público y por todas las partes, como haciendo partícipes a todos los que nos vean pasar o se agolpen al paso del Señor, que Dios está ahí, que Dios nos ama a todos y a cada uno de los hombres? ¿Cómo no proclamar, a plena luz y ante las gentes, el amor de Dios que nos ha hecho hijos suyos queridos uniéndonos al Hijo Unigénito, Jesucristo? ¿Cómo vamos a dejar de proclamar que Jesucristo es el pan de vida, si estamos tan necesitados de esa vida que es El para no caminar por las sendas de oscuridad o de muerte o para no desfallecer sin fuerzas en el camino de la vida? ¿Cómo no proclamarlo, pedir, y ofrecer este Pan de vida y alimento de salvación, cuando el hombre tiene hambre de este pan que es Cristo, el único que tiene palabras de vida eterna? Movidos por la fe, en nuestra peregrinación por esta vida, pedimos el alimento de la Eucaristía, que necesitamos para caminar hasta la Vida eterna. Como el pueblo de Dios por el desierto necesitamos del maná que ha bajado del cielo, para superar las tentaciones de volver a la esclavitud, de sumergirnos en el consumismo, de ceder ante lo fácil, y de adorar y servir a otros poderes que nos separan de Dios.
Como el profeta Elías, ante el peso y la fatiga de la misión evangelizadora, escuchamos también la invitación del Señor que nos regala el alimento: `Levántate y come porque el camino es demasiado largo para ti´. En la Eucaristía recuperamos las fuerzas para seguir luchando, como el profeta, contra cualquier tipo de idolatría y de injusticia. Como los discípulos de Emaús, cuando atardece y se oscurece la fe, hemos reconocido al Señor en la intimidad serena de la casa acogedora de la Iglesia y en la fracción del pan. En la Eucaristía se nos abren los ojos del corazón para reconocerlo como el compañero que se nos une a nuestro camino cuando sentimos desesperanza o dudas de fe. Necesitamos la Eucaristía para reintegrarnos a la comunidad y salir nuevamente a la evangelización, con el testimonio de nuestro encuentro con Jesús Resucitado.
Como los apóstoles… escuchamos la voz amiga del Señor que nos ha preparado la lumbre y nos dice: `Venid a comer´ El conoce nuestros trabajos y las dificultades de la tarea apostólica. Necesitamos reforzar la fe y creer más en su palabra y en su presencia que en nuestras competencias y habilidades. Él puede perdonarnos las debilidades y negaciones, nos acerca a su amor, nos confirma otra vez la misión en medio del mundo y nos invita de nuevo a su seguimiento. Necesitamos, pues, de la Eucaristía para seguir caminando y por eso le pedimos: “Señor, danos siempre de ese Pan”, que es su Cuerpo entregado por nosotros para la vida del mundo y para la reconciliación de los hombres. Es en ese Cuerpo de Cristo que se nos da en la Eucaristía donde se nos brinda el amor y la ternura del Padre misericordioso, el amor con que Él nos ha amado y ama hasta el extremo, el amor que necesitamos los hombres para amarnos como El mismo nos ha amado que es donde se encierra la plenitud de todo.
De la participación en este Pan, en este Cuerpo, brota y se hace posible la caridad y el amor fraterno, la entrega y el servicio, la solidaridad con los pobres y afligidos, la donación gratuita de lo que somos y de cuanto tenemos a los que nos necesiten –y todos nos necesitan de una manera o de otra–. Las obras de caridad son exigencia misma del Sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor que nos ha de llevar a compartir el pan eucarístico y el pan de cada día que Dios ha puesto en la mesa de los hombres. No podemos ensombrecer la celebración del Cuerpo de Cristo con nuestro egoísmo, encerrándonos en nuestra propia carne, rompiendo la comunión y la paz, destruyendo la unidad, pasando de largo del hombre despojado y marginado en la orilla del camino. No podemos recibir el Cuerpo de Cristo y sentirnos alejados de los que tienen hambre y sed, son explotados o extranjeros, están encarcelados o se encuentran enfermos, están amenazados en su vida –aunque sea no nacida o en su fase terminal– o sienten conculcada su dignidad. Para recibir en la verdad el Cuerpo y la Sangre de Cristo entregado por nosotros, debemos reconocer a Cristo en los más necesitados, en los más pobres, sus hermanos.
Nos unimos a Jesucristo tal como está en la Eucaristía, amándonos como Él nos ha amado, compartiendo, acercándonos de manera real y efectiva a todos los crucificados y pobres de nuestro tiempo, en los que Cristo está también presente con esa otra presencia distinta a la Eucaristía, pero inseparable de ella.
¡Valencianos!, celebremos este año la fiesta de Corpus con nuevo esplendor, celebrémoslo no sólo con solemnidad y adoración, sino, sobre todo, con verdad, con el nuevo esplendor del amor a los hermanos y la misericordia: ése es el culto que a Dios agrada.
+ Antonio Cañizares Llovera
Arzobispo de Valencia