Miércoles de la XIII semana del Tiempo Ordinario

Templo de las Carmelitas

  • 19:00 Misa
  • 19:30 Adoración al Santísimo. Confesiones

Primera lectura

Lectura de la profecía de Amós 5, 14-15. 21-24

Buscad el bien, no el mal, y viviréis,

y así el Señor, Dios del universo,
estará con vosotros, como pretendéis.
Odiad el mal y amad el bien,
instaurad el derecho en el tribunal.
Tal vez el Señor, Dios del universo,
tenga piedad del Resto de José.
«Aborrezco y rechazo vuestras fiestas —dice el Señor—,
no acepto vuestras asambleas.
Aunque me presentéis holocaustos y ofrendas,
no me complaceré en ellos,
ni miraré las ofrendas pacíficas
con novillos cebados.
Aparta de mí el estrépito de tus canciones;
no quiero escuchar la melodía de tus cítaras.
Que fluya como agua el derecho
y la justicia como arroyo perenne».

Salmo

Sal 49, 7. 8-9. 10-11. 12-13. 16bc-17 R/. Al que sigue buen camino le haré ver la salvación de Dios.

Escucha, pueblo mío, voy a hablarte;
Israel, voy a dar testimonio contra ti;
—yo soy Dios, tu Dios—. R/.

No te reprocho tus sacrificios,
pues siempre están tus holocaustos ante mí.
Pero no aceptaré un becerro de tu casa,
ni un cabrito de tus rebaños. R/.

Pues las fieras de la selva son mías,
y hay miles de bestias en mis montes;
conozco todos los pájaros del cielo,
tengo a mano cuanto se agita en los campos. R/.

Si tuviera hambre, no te lo diría;
pues el orbe y cuanto lo llena es mío.
¿Comeré yo carne de toros,
beberé sangre de cabritos? R/.

¿Por qué recitas mis preceptos
y tienes siempre en la boca mi alianza,
tú que detestas mi enseñanza
y te echas a la espalda mis mandatos? R/.

Evangelio

Lectura del santo evangelio según san Mateo 8, 28-34

En aquel tiempo, llegó Jesús a la otra orilla, a la región de los gadarenos.
Desde los sepulcros dos endemoniados salieron a su encuentro; eran tan furiosos que nadie se atrevía a transitar por aquel camino.
Y le dijeron a gritos:
«¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Hijo de Dios? ¿Has venido aquí a atormentarnos antes de tiempo?».
A cierta distancia, una gran piara de cerdos estaba paciendo. Los demonios le rogaron:
«Si nos echas, mándanos a la piara».
Jesús les dijo:
«Id».
Salieron y se metieron en los cerdos. Y la piara entera se abalanzó acantilado abajo al mar y murieron en las aguas.
Los porquerizos huyeron al pueblo y lo contaron todo, incluyendo lo de los endemoniados.
Entonces el pueblo entero salió a donde estaba Jesús y, al verlo, le rogaron que se marchara de su país.

Reflexión del Evangelio

Fluya la justicia como arroyo perenne

El profeta Amós nos invita a la búsqueda del bien para tener vida. Es un canto a la vida, donde Dios acoge al hombre, pero rechaza sus fiestas, y las ofrendas que les hace no les agrada. A cambio prefiere que la justicia fluya como arroyo perenne.

Entendamos la justicia como dar a Dios y al hombre lo que le es debido. Amós, uno de los «profetas menores», denuncia en nombre de la justicia de Dios lo que hacen los hombres en una perspectiva más bien social, denunciando a los comerciantes que falsifican sus balanzas, a los jueces corrompidos. Amós, que es un hombre sencillo, hijo de un pastor, denuncia con fuerza las desigualdades sociales, la injusticia que aplasta a los pobres. Así, hablar de justicia de Dios, quiere decir que hay una injusticia en la tierra a la que hay que poner fin.

Amós compara la justicia con un arroyo perenne, algo que es infinito, algo que no acaba, y utiliza el verbo fluir para que sea algo dinámico, algo que circule en la corriente de un arroyo, como la sangre corre por nuestras venas. La justicia ha de transitar así en nuestra vida social, escuchando el clamor de los pobres.

Amós frente a los comerciantes y jueces denuncia también la hipocresía religiosa identificada con Betel. A ellos dedica exhortaciones irónicas y fuertes imputaciones. De ahí que diga el texto de hoy que detesta los sacrificios y holocaustos, y que no aceptará los terneros cebados que sacrifican como acción de gracias.

Todo esto tiene un sentido: la llamada a un comercio justo, a una administración pública de la justicia, y la religiosidad auténtica que ha de contener un sentido de la justicia. Si no es así, está avocada a la corrupción. La mirada de Amós está centrada en los más inocentes, necesitados y pobres, que claman justicia al cielo.

No podemos renunciar a dar lo que es debido a Dios y a los hombres. Es el derecho, como facultades y obligaciones que derivan del estado de una persona o sus relaciones con respecto a otras, lo que nos garantiza el sentido de lo justo. No podemos obviar, o dejar en la indiferencia el sentido de la justicia que nos llama a la fraternidad y al bien común.

Fluir en justicia viene a ser el sentido de la equidad que llama sobre todo a la moderación de lo que supone cualquier relación comercial, humana, religiosa o de derecho que mantienen los hombres entre sí. Viene a ser un traer hasta nuestras vidas el sentido ecuánime de nuestras relaciones. Dios no puede estar ausente del sentido de nuestra justicia, en Él aprendemos el bien con el que desarrollamos nuestros trabajos y nuestras relaciones.

¿Qué quieres de nosotros, Hijo de Dios?

Dos endemoniados, camino del cementerio, salen al encuentro de Jesús. Estaban furiosos. Nadie se acercaba a ellos por la violencia que mostraban. Lo curioso es que, a pesar de su condición de perversidad, fueron capaces de reconocer la identidad de Jesús: Hijo de Dios.

La pregunta “¿Qué quieres de nosotros, Hijo de Dios?” nos sitúa en un estado nocivo de relación con Dios y los otros. Es como decir, no queremos nada contigo. Es una pregunta que denota rechazo, confrontación. No obstante, la pregunta incluye el reconocimiento del temor de Dios, y su poder.

La escena siguiente es que los demonios salieron de aquellos hombres y se metieron en una piara de cerdos, la piara se abalanzó acantilado abajo. Todo bajo la autoridad de quien ellos llamaron Hijo de Dios: Jesús.

El pueblo sintió miedo de la presencia de Jesús tras conocer la noticia, y le rogaron que se marchara de aquel país.

En la vida llegamos a vivir un estado de perversidad, cuando dejamos que el mal entre en nosotros. Y hemos de procurar que Dios se haga presente en nuestra vida para echar los demonios fuera de nosotros. En ocasiones, somos nocivos con nosotros mismos y con los demás, porque no permitimos que una razón de amor y de fe nos vincule con Dios y los hermanos. Aunque reconozcamos la identidad de Dios, no siempre somos capaces de llegar a una religación tal, que nos pueda mantener en paz.

Es por ello, que el mismo estado de perversión nos puede llegar a conducir hacia cualquier abismo inhumano, donde ejercemos el desprecio y la violencia por la vida del otro.

Es de destacar las pocas palabras que pronuncia Jesús. Sólo una: “Id”. Jesús no dialoga, sólo ejerce su autoridad de Hijo de Dios. Con la violencia no hay diálogo. Jesús sólo se limita a ejercer su autoridad de liberación. Es de destacar también, que los endemoniados no querían trato con Jesús, y por eso proponen la solución de la piara de cerdos. Ellos mismos escogen la perdición.

Un profesor que tuve cuando estudiaba teología, repetía hasta la saciedad, que no hay persona que reconozca más la presencia de Dios que aquel que lo niega en su vida. Es como si le atormentara la idea de que Dios exista. A veces, escogemos caminos de muerte, inertes, a pesar de que nuestro deseo sea el contrario de lo que expresamos. El ateo niega a Dios, pero en su deseo más profundo, quiere que Dios esté presente. De hecho, necesita de su existencia para poderlo negar.

Fray Alexis González de León O.P.
Convento de San Pablo y San Gregorio (Valladolid)

San Junípero Serra, (1713-1784)

«Siempre adelante, nunca hacia atrás». Este fue el lema de Junípero Serra, cuyas dotes intelectuales, celo misionero, bondad y paciencia produjeron sus frutos en su nativa Mallorca, en México y en los Estados Unidos.

Nacido en Petra (Mallorca) el 24 de noviembre de 1713, Miguel José fue hijo de Antonio Serra y Margarita Ferrer, agricultores. Después de la enseñanza primaria en los Franciscanos de Petra, Miguel marchó a Palma, la Capital, e ingresó en los Frailes Menores en 1730, tomando el nombre de Junípero en honor de uno de los primeros seguidores de San Francisco. Ordenado de sacerdote en 1737, Serra fue destinado a enseñar filosofía. Entre sus alumnos hubo dos que fueron sus últimos colaboradores en el Nuevo Mundo, Francisco Palou y Juan Crespí. Tras doctorarse en Teología en la Universidad del Beato Ramón Llull en 1742, Serra continuó enseñando filosofía y teología y adquirió gran fama como predicador.

En 1749, en unión de Palou, partió para el Colegio de San Fernando, en la Ciudad de México. Temiendo comunicar a sus padres su próxima partida, Serra pidió a un fraile compañero suyo que les informara sobre el particular. «Yo quisiera poder infundirles la gran alegría que llena mi corazón», decía. «Si yo pudiera hacer esto, seguro que ellos me instarían a seguir adelante y no retroceder nunca». Les pedía que comprendieran su vocación misionera y prometía recordarlos en la oración.

Poco después de su llegada a México, Serra sufrió la picadura de un insecto que le produjo la hinchazón de un pie y una úlcera en la pierna de la que le resultó una cojera para el resto de su vida. Tras unos meses en el Colegio de San Fernando, Serra fue destinado a las misiones de Sierra Gorda al nordeste de la ciudad de México. Allí trabajó durante ocho años, tres de ellos como presidente de las misiones. Llamado a la Ciudad de México, fue maestro de novicios durante nueve años y continuó su predicación en las zonas alrededor de la capital. En 1767 los jesuitas fueron expulsados de México y sus misiones de la Baja California fueron encomendadas al Colegio de San Fernando. Serra fue nombrado presidente de esas misiones, cuya cabecera estaba en la Misión de Loreto.

En 1769, la Corona de España decidió colonizar la Alta California (hoy Estado de California en los EE.UU.). Serra fue nombrado nuevamente presidente; supervisó la fundación de las nueve misiones: San Diego (1769), San Carlos Borromeo (1770), San Antonio de Padua (1771), San Gabriel Arcángel (1771), San Luis Obispo (1772), San Francisco de Asís (1776), San Juan de Capistrano (1776). Santa Clara de Asís (1777) y San Buenaventura (1782).

En 1773 Junípero fue a la Ciudad de México para entrevistarse con el Virrey Bucarelli y tratar de resolver los problemas que habían surgido entre los misioneros y los representantes del Rey en California. La Representación de Serra (1773) ha sido llamada «Carta de los Derechos» de los indios; una parte decretaba que «el gobierno, el control y la educación de los indios bautizados pertenecerían exclusivamente a los misioneros». Durante esta visita a la Ciudad de México Serra escribió a su sobrino, el Padre Miguel Ribot Serra diciéndole: «En California está mi vida y allí, si Dios quiere, espero morir».

Ni siquiera el martirio del Padre Luis Jaime en la Misión de San Diego (1775) apagó el deseo de Serra de añadir nuevas misiones a la cadena de las ya existentes a lo largo de la costa de California. En todas estas misiones, Junípero y los frailes enseñaron a los indios métodos de cultivo más eficaces y el modo de domesticar a los animales necesarios para la alimentación y el transporte. Cuando fue capturado el indio que dirigía a los rebeldes en la Misión de San Diego, Serra escribió al Virrey, pidiéndole que perdonara la vida del indio. Los que fueron capturados, fueron eventualmente perdonados. En la misma carta al Virrey, Serra pedía que «en el caso de que los indios, tanto paganos como cristianos, quisieran matarme, deberían ser perdonados». Serra explicaba: «Debe darse a entender al asesino, después de un moderado castigo, que ha sido perdonado y así cumpliremos la ley cristiana que nos manda perdonar las injurias y no buscar la muerte del pecador, sino su salvación eterna».

Serra pasó los últimos años de su vida ocupado en las tareas de la administración, la necesidad de escribir muchas cartas a las otras misiones y a la Iglesia y a los oficiales del gobierno en la Ciudad de México, y con el ansia de fundar las misiones necesarias. Sin embargo, trabajó con gran fe y tenacidad, aunque le iban faltando las fuerzas. Los indios le pusieron de apodo «el viejo», porque tenía 56 años cuando llegó a la Alta California, pero Serra trabajó constantemente hasta su muerte el 28 de agosto de 1784 en la Misión de San Carlos Borromeo, que había sido su cuartel general y se convirtió en el lugar de su descanso definitivo. Los indios y los soldados lloraron la muerte de Serra y lo llamaban «Bendito Padre». Muchos se llevaban un trozo de su hábito como recuerdo; otros tocaban medallas y rosarios a su cuerpo.

Poco tiempo después de la muerte de Serra, el Guardián del Colegio de San Fernando escribía al Provincial de los Franciscanos en Mallorca: «Murió como un justo, en tales circunstancias que todos los que estaban presentes derramaban tiernas lágrimas y pensaban que su bendita alma subió inmediatamente al cielo a recibir la recompensa de su intensa e ininterrumpida labor de 34 años, sostenido por nuestro amado Jesús, al que siempre tenía en su mente, sufriendo aquellos inexplicables tormentos por nuestra redención. Fue tan grande la caridad que manifestaba, que causaba admiración no sólo en la gente ordinaria, sino también en personas de alta posición, proclamando todos que ese hombre era un santo y sus obras las de un apóstol».

El 14 de septiembre de 1987, el Papa Juan Pablo II tuvo un encuentro con los Indios nativos americanos en Fénix, Arizona, durante el cual alabó los esfuerzos de Serra para proteger a los indios contra la explotación. Tres días más tarde el Papa visitó la tumba de Serra en la Misión de S. Carlos Borromeo y recordó la Representación de Serra en 1773 en favor de los indios de California. Juan Pablo II dijo que Serra y sus misioneros compartían la convicción de que «el Evangelio es un asunto de vida y de salvación. Ellos estimaban que al ofrecer a Jesucristo a la gente, estaban haciendo algo de un valor, importancia y dignidad inmensos». Esta convicción los sostenía «frente a cualquier vicisitud, desazón y oposición».

El mismo Juan Pablo II beatificó solemnemente en Roma a Fray Junípero el 25 de septiembre de 1988, y fue proclamado Santo el 23 de septiembre del 2015 por el Papa Francisco en Estados Unidos. Los franciscanos lo celebran el 28 de agosto.

Fuente: ACI Prensa