III Domingo de Cuaresma

Suspendidas todas las misas hasta nuevo aviso

Primera lectura

Lectura del libro del Éxodo (17,3-7):

En aquellos días, el pueblo, torturado por la sed, murmuró contra Moisés: «¿Nos has hecho salir de Egipto para hacernos morir de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados?»
Clamó Moisés al Señor y dijo: «¿Qué puedo hacer con este pueblo? Poco falta para que me apedreen.»
Respondió el Señor a Moisés. «Preséntate al pueblo llevando contigo algunos de los ancianos de Israel; lleva también en tu mano el cayado con que golpeaste el río, y vete, que allí estaré yo ante ti, sobre la peña, en Horeb; golpearás la peña, y saldrá de ella agua para que beba el pueblo.»
Moisés lo hizo así a la vista de los ancianos de Israel. Y puso por nombre a aquel lugar Masá y Meribá, por la reyerta de los hijos Israel y porque habían tentado al Señor, diciendo: «¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?»

Palabra de Dios

Salmo

Sal 94,1-2.6-7.8-9

R/. Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor:
«No endurezcáis vuestro corazón.»

Venid, aclamemos al Señor,
demos vítores a la Roca que nos salva;
entremos a su presencia dándole gracias,
aclamándolo con cantos. R/.

Entrad, postrémonos por tierra,
bendiciendo al Señor, creador nuestro.
Porque él es nuestro Dios,
y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía. R/.

Ojalá escuchéis hoy su voz:
«No endurezcáis el corazón como en Meribá,
como el día de Masá en el desierto;
cuando vuestros padres me pusieron a prueba
y me tentaron, aunque habían visto mis obras.» R/.

Segunda lectura

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos (5,1-2.5-8):

Ya que hemos recibido la justificación por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Por él hemos obtenido con la fe el acceso a esta gracia en que estamos: y nos gloriamos, apoyados en la esperanza de alcanzar la gloria de Dios. Y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado. En efecto, cuando nosotros todavía estábamos sin fuerza, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; en verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir; mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros.

Palabra de Dios

Evangelio

 

 

 

Evangelio según san Juan (4,5-42), del domingo, 15 de marzo de 2020

Lectura del santo evangelio según san Juan (4,5-42):

En aquel tiempo, llegó Jesús a un pueblo de Samaria llamado Sicar, cerca del campo que dio Jacob a su hijo José; allí estaba el manantial de Jacob. Jesús, cansado del camino, estaba allí sentado junto al manantial. Era alrededor del mediodía.
Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice: «Dame de beber.» Sus discípulos se habían ido al pueblo a comprar comida.
La samaritana le dice: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?» Porque los judíos no se tratan con los samaritanos.
Jesús le contestó: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva.»
La mujer le dice: «Señor, si no tienes cubo, y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas agua viva?; ¿eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?»
Jesús le contestó: «El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna.»
La mujer le dice: «Señor, dame de esa agua así no tendré más sed ni tendré que venir aquí a sacarla.»
Él le dice: «Anda, llama a tu marido y vuelve.»
La mujer le contesta: «No tengo marido».
Jesús le dice: «Tienes razón que no tienes marido; has tenido ya cinco y el de ahora no es tu marido. En eso has dicho la verdad.»
La mujer le dijo: «Señor, veo que tú eres un profeta. Nuestros padres dieron culto en este monte, y vosotros decís que el sitio donde se debe dar culto está en Jerusalén.»
Jesús le dice: «Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén daréis culto al Padre. Vosotros dais culto a uno que no conocéis; nosotros adoramos a uno que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que le den culto así Dios es espíritu, y los que le dan culto deben hacerlo en espíritu y verdad.»
La mujer le dice: «Sé que va a venir el Mesías, el Cristo; cuando venga, él nos lo dirá todo.»
Jesús le dice: «Soy yo, el que habla contigo.»
En aquel pueblo muchos creyeron en él. Así, cuando llegaron a verlo los samaritanos, le rogaban que se quedara con ellos. Y se quedó allí dos días. Todavía creyeron muchos más por su predicación, y decían a la mujer: «Ya no creemos por lo que tú dices; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo.»

Palabra del Señor

Medita lo que Dios te dice en el Evangelio

Nuestro corazón está sediento. Es la sed más grande que el hombre pueda tener. En ocasiones, desafortunadamente, buscamos apagarla con momentos de desenfreno y entrega a las pasiones. Pero una vez que han pasado, nos percatamos que todo sigue igual. La sed de nuestro corazón no puede ser satisfecha por lo material. Esta sed va más allá de la superficialidad y apela a lo más profundo e íntimo de nuestro corazón. El hombre tiene un hueco con la forma de Dios y sólo Él lo puede llenar. Nuestra sed infinita puede ser saciada sólo por su amor infinito.
Así como Cristo conoce a la samaritana, de igual forma conoce a cada uno de nosotros. Cristo sale a nuestro encuentro y, al conocerlo, nos conmociona su amor hacia nosotros, el cual nos da vida y vida en abundancia. Al igual que la samaritana, renovemos nuestro estupor por su grande amor y llevemos a las personas a la fuente de agua que sacia la sed de nuestro corazón. «Nos hiciste Señor para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti». (San Agustín)

«Dame de beber es lo que pide el Señor y es lo que nos pide que digamos nosotros. Y al decirlo, le abrimos la puerta a nuestra cansada esperanza para volver sin miedo al pozo fundante del primer amor, cuando Jesús pasó por nuestro camino, nos miró con misericordia, y nos eligió y nos pidió seguirlo; al decirlo recuperamos la memoria de aquel momento en el que sus ojos se cruzaron con los nuestros, el momento en que nos hizo sentir que nos amaba, que me amaba, y no solo de manera personal, también como comunidad».
(Homilía de SS Francisco, 26 de enero de 2019)