Ermita del Salvador
- 19:30 Rosario
- 20:00 Misa
Salón de actos de la Parroquia de San Bartolomé
- 21:00 Reunión de voluntarios de Sant Antoni de Padua
Primera lectura
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios (15,1-8):
Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os proclamé
y que vosotros aceptasteis, y en el que estáis fundados, y que os está salvando, si es que conserváis el Evangelio que os proclamé; de lo contrario, se ha malogrado vuestra adhesión a la fe. Porque lo primero que yo os transmití, tal como lo había recibido, fue esto: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se le apareció a Cefas y más tarde a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos juntos, la mayoría de los cuales viven todavía, otros han muerto; después se le apareció a Santiago, después a todos los apóstoles; por último, se me apareció también a mí.
San Felipe y Santiago
De catholic.net
La Iglesia celebra el 3 de mayo la fiesta de los apóstoles Felipe y Santiago.
Siguieron a Jesús a través de los caminos polvorientos y se sentaron a descansar con Él junto a la misma fuente. ¿Torpes y duros de corazón, ambiciosos ante las parábolas del Reino, indecisos, cobardes, celosos de sus privilegios, impacientes ante la recompensa? Ellos mismos lo han confesado ingenuamente. Pero ¿y su generosidad y entusiasmo y el ímpetu del amor para seguir a un hombre que les prometía pobreza, y predicaba mansedumbre y perdón? Pocos tuvieron su valor.
No dijeron: «Duro es este lenguaje, ¿quién puede escucharle?» Las enseñanzas del Maestro eran fuertes, hacía falta valor para permanecer a su lado: «Las raposas tienen guaridas y los pájaros nidos; pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar su cabeza.» Ni Felipe ni Santiago se cansaron de aquella vida de privación.
FELIPE, PADRE DE DOS HIJAS
Cuando siguieron a Jesús, Felipe demostró una docilidad como la de Pedro y la de Juan. Sígueme», le dijo el Señor un día junto al lago de Genesareth, su lago, porque también él era de Bethsaida; y en seguida lo dejó todo, casa, mujer, hijas pequeñas, todo lo abandonó por seguir a Jesús. Y Jesús lo aceptó en su compañía; pero sin manifestarle predilección especial, como la demostrada con Simón hijo de Juan y Santiago y Andrés, su amigo.
Natanael llega contagiado por Felipe: He encontrado a un Rabí de Nazaret, que debe ser el Cristo.» Y sigue con Jesús, el Mesías descubierto, y se arrima a El para no perder su palabra, ni su gesto, ni su mirada. Junto a Jesús está en la multiplicación de los panes; y se siente feliz cuando el Maestro le pregunta: «Felipe, ¿cómo daremos de comer a esta gente?».
Y mirando a la gente, calcula que doscientos denarios no bastan para dar un poco de pan a cada uno. Es un hombre de buena voluntad, sencillo y dócil; pero le ocurre como a Tomás, pues los misterios son demasiado altos para él. En aquel discurso de la Cena, se preguntaba, ¿qué significaba todo aquello?: «El Padre os ama; el Padre os dará un Consolador; el Padre y Yo somos una misma cosa: «Muéstranos al Padre y esto nos basta. Pero a su rudeza, debemos la bella manifestación: «Felipe quien me ve a mí, ve a mi Padre.» De todos los Apóstoles, Felipe y Santiago son los menos andariegos.
En los campos de Frigia, pasó Felipe los últimos años de su vida. Allí predicaba y bautizaba, ayudado por sus dos hijas, que habían consagrado su virginidad a Cristo y habían seguido a su padre en su misión. Alguna vez cruzaba el río y entraba en la vecina ciudad de Laodicea para cultivar la semilla que había sembrado allí el Apóstol Pablo.
SANTIAGO, LA SINAGOGA
Santiago, escucha atento, camina silencioso. Es un espíritu austero. Es pariente del Señor. Nacido en Cana, cerca de Nazaret. María, la madre de Jesús y su madre, María de CIeofás, son cuñadas, pues José el carpintero es hermano de su esposo. Es sobrino de la Madre Dios, es hermano de Jesús, uno de los pocos hermanos de Jesús que creyeron en él. Aunque los preferidos son Pedro y Juan, Santiago no vacila; no se queja; recoge humildemente las parábolas del Señor y piensa en las palabras de Cristo: «Todo el que hiciere la voluntad de Padre que está en los Cielos, ése es mi amigo, mí hermano y mi madre.» Y llega el día de la dispersión.
EL OBISPO DE JERUSALEN, EL ASCETA
Santiago el Menor presidía en la caridad como primer obispo de la más antigua de las Iglesias, Jerusalén. Era un obispo sin mancha, con enorme apego a la tradición, con semblante lleno de dignidad, majestuoso en su caminar, prestigioso en su palabra, con inmenso y profundo espíritu de oración y con austeridad subyugadora.
Se parecía a Juan el Bautista, y algo, quedaba del mosaísmo en su figura de la era apostólica, destinada a conducir hasta el sepulcro a la sinagoga. Santiago vivía en la Ciudad: ni comía carne, ni bebía vino, ni usaba calzado, ni se bañaba, ni se ungía, ni se cortaba nunca el cabello. Su único vestido era una túnica, y el manto de lino. Sus miembros estaban como muertos, dice San Juan Crisóstomo; y las rodillas recordaban la piel del camello. Era la reminiscencia de la Antigua Ley, amante de la disciplina inflexible, de las minuciosas prescripciones. El espíritu nuevo de Jesús no había conseguido borrar del todo su educación en la sinagoga.
La presencia de este hombre en Jerusalén fue una bendición, pues muchos israelitas a quienes la elocuencia de Pablo hubiera alejado de la fe, se dejaron ganar por el asceta, que hablaba la lengua de los libros sagrados y exaltaba «la ley real, la ley perfecta que condena a los prevaricadores, la ley santa que no debe ser quebrantada en un solo punto sin quedar completamente violada».
Muchos judíos se convirtieron pues escuchaba a su obispo que les decía que podían seguir siendo fieles a Moisés, adorando en el templo al Dios de Israel, «Padre de las luces, que se revelaba a ellos en su Hijo Jesús», como. Renunciaban a sus familias sacerdotales, pero Santiago era para ellos el sumo sacerdote. En sus reuniones le veían sentado sobre el trono pontifical, llevando en la frente la insignia de los descendientes de Aarón, la placa de oro con los caracteres sagrados que decían: «Santidad de Yahvé».
Judíos y cristianos se inclinaban delante de aquel hombre en quien se unían la virtud y el amor firme a la Ley. Le miraban con respeto al verle pasar rígido, descalzo, extenuado; le escuchaban cuando hablaba de «la puerta de Jesús crucificado», por la cual se llega hasta Yahvé. La multitud le oprimía para tocar el borde de la túnica; y se decía que, en una gran sequía, le bastó alzar las manos al cielo, para hacer descender la lluvia. Su oración era incesante. Le veían en el templo, a la entrada del Sancta Sanctórum, con la frente pegada en la tierra, sin que ni siquiera los mismos levitas se atrevieran a molestarle, para no interrumpir su contemplación.
AUTORIDAD DE SANTIAGO
Incluso para los gentiles convertidos, Santiago era una autoridad. San Pablo le llamaba «Columna de la Iglesia», aunque su espíritu era muy diferente que el del obispo de Jerusalén. Las obras legales que Pablo rechazaba eran sagradas para Santiago. Pero Santiago también cedió a la elocuencia de Pablo, en el Concilio de Jerusalén. Santiago se resistía a abandonar la Ley Antigua pero no era eso lo que se le reclamaba; bastaba que no impusiera su observancia; que él fuese al templo y conservase entre los suyos el signo de la circuncisión, mientras Pablo predicaba entre las gentes su evangelio de libertad.
Santiago se rindió con toda sinceridad. Cuando intervino en las iglesias evangelizadas por el Apóstol de los gentiles, Pablo estaba en la cárcel y sus enemigos deformaban su doctrina, torcían su pensamiento y traicionaban su enseñanza. No sólo rechazaban las obras de la Ley, sino que pregonaban la fe sin obras. El que cree no puede cometer pecado, decían los judíos helenizantes, falsificadores de la justificación paulina por la fe. Y la inmoralidad se extendía como una peste.
LA CARTA A LAS DOCE TRIBUS DE LA DISPERSIÓN
Santiago escribió una carta «a las doce tribus de la dispersión». Sabía que no hablaba con los piadosos ritualistas de Jerusalén; y había prometido a Pablo no imponer las ceremonias mosaicas a los convertidos; y no pierde de vista que sus lectores viven en un ambiente de cultura helénica, amplia y brillante. Prescinde del hebreo y escribe en el griego de San Lucas, y en el de los antioquenos; ha leído los escritos del judaísmo helenizado, que conoce la sabiduría alejandrina y las tendencias neoplatónicas de Filón. Insiste en el cumplimiento de la justicia, se inspira en los Proverbios y en los profetas; pero, aunque no se ha desprendido de la Sinagoga, no quiere oprimir a las almas. Habla claramente de la ley perfecta de la libertad, que es el cumplimiento del Evangelio. Por algo Lutero llamaba a este escrito, la Epístola de la paja. Porque es la Carta de la fe con obras.
EXHORTACIÓN SENCILLA
Santiago no discute, como San Pablo; ni profundiza en los grandes misterios de la fe; exhorta sencillamente, propone una norma de conducta, y arranca la cizaña. Propone a los perseverantes «la corona de la vida, que Dios ha prometido a los que le aman, y recuerda la ley primordial de la caridad».
La insolencia de los ricos llenaba de compasión el alma del apóstol, y le inspiraba este pensamiento: «Que el hermano de baja condición se glorifique en su pobreza como en el mayor de los honores; y que el rico vea en su riqueza un motivo de humillación, porque todo pasará como la flor del heno. Sale el sol, la hierba se marchita, la flor cae y desaparece todo encanto. Axial se agostará el rico en sus caminos.»
NO AL DETERMINISMO
Hablando de los caracteres de la verdadera fe, Santiago anatematiza las teorías fatalistas que atribuyen el pecado a la acción irresistible del destino. «No; cada cual es movido e incitado por su propia concupiscencia; la concupiscencia concibe y pare el pecado y el pecado, al consumarse, engendra la muerte.» La fe es una gracia sobrenatural, «un don perfecto, que desciende de arriba, del Padre de las luces, y regenera por la palabra de la verdad»; pero no desarrolla su virtud redentora sino a condición de que la «palabra plantada en el alma arroje de ella el fango de pecado, haciendo germinar frutos de justicia, paz y de misericordia».
El corazón del apóstol recuerda el «celo amargo» de los que transforman en podredumbre la buena nueva de la santidad, y el Evangelio de paz en motivo de querella. Condena la «sabiduría terrestre, animal, diabólica», y clama Indignado: «¡De dónde nacen las luchas entre vosotros?. ¿Por ventura no son las pasiones que combaten en vuestros miembros la causa de vuestra miseria? Robáis, y no tenéis nada; asesináis, y nada conseguís; lucháis, os querelláis, y sois miserables como antes. Adúlteros, ¿no sabéis que la amistad del mundo es enemistad contra Dios?». Pero Santiago no olvida que su deber es curar las llagas abiertas; y así, después de ese desahogo, abre a los extraviados su corazón compasivo con acentos llenos de unción evangélica.
SINCERIDAD Y ENTUSIASMO
Se percibe el Sermón de la montaña: la misma sencillez en la enseñanza y en la expresión y la lógica del pensamiento, y la gracia de las imágenes, tomadas en los campos, en las aguas y en los cielos de Galilea. Junto al oyente de Jesús, reaparece el lector asiduo de los libros sapienciales; el grave moralista cuando escribe los peligros de la lengua; el gesto majestuoso, cuando se levanta contra el opresor del débil; y siempre, el carácter noble del hombre a quien todo Israel llamaba «el Justo», el hombre de la lealtad y la rectitud, que es el rasgo saliente de su fisonomía. No comprende que se pueda creer a medias, que se pueda orar con la duda en el corazón, y en los labios.
Saber hacer el bien, y no hacerlo, es pecar, es mentir a Dios; dudar, es ser como una ola que danza en el mar. Un espíritu inconstante en sus caminos no consigue nada de Dios. Nuestro sí debe ser un si rotundo; nuestro no, un no claro y preciso.
Toda el alma de Santiago está en su sinceridad, en su entusiasmo para abrazar e imponer la vida cristiana con toda seriedad, «la norma perfecta,» de la nueva religión, «la ley reina», que hace reyes a los que la guardan. Esa es la fuente de su inspiración, de su actitud con los humildes y de su indignación frente a los que les tiranizaban.
DERROCA A LOS PODEROSOS DE SUS SEDES
Ante la corrupción, el egoísmo duro y fastuoso de los grandes de Israel, no puede contener el anatema. «Llorad, ricos; aullad sobre las miserias que van a llover sobre vosotros. Vuestras riquezas se han consumido; vuestros mantos han sido roídos por los gusanos; vuestro oro y vuestra plata se han enmohecido, y la polilla devorará vuestra carne como el fuego. Estáis amontonando un tesoro de cólera para los últimos días.
El salario del obrero que trabaja en vuestros campos clama contra vosotros, y la voz del segador sube hasta los oídos del Señor. Os sumergís en el placer, vivís en las delicias de la tierra, y engordáis como las victimas para el día del sacrificio.» La muchedumbre escuchaba con emoción estos apóstrofes, como los de los antiguos profetas; pero los potentados rugían de cólera. Eran los aristócratas insolentes y rapaces que compraban las dignidades del sacerdocio, y se repartían los puestos del Sanedrín, y cruzaban las calles rodeados de servidores. Su odio, que había crucificado a Jesús y se había desencadenado contra sus discípulos, iba a terminar con el jefe del cristianismo judío.
En el año 62, Festo, procurador de Judea, acababa de morir. Momento propicio. Santiago, en oración delante del Tabernáculo, fue llevado a presencia de Anás, sumo sacerdote, hijo del Anás que condenó a Jesús. En la terraza del templo, se celebró el juicio. «¡Hosanna al Hijo de David!», repetía el anciano, hasta que, lanzado de la altura, tiñó con su sangre aquella piedras que pronto sufrirían el incendio
Palabra de Dios
Salmo
Sal 18,2-3.4-5
R/. A toda la tierra alcanza su pregón
El cielo proclama la gloria de Dios,
el firmamento pregona la obra de sus manos:
el día al día le pasa el mensaje,
la noche a la noche se lo susurra. R/.
Sin que hablen, sin que pronuncien,
sin que resuene su voz,
a toda la tierra alcanza su pregón,
y hasta los límites del orbe su lenguaje. R/.
Evangelio
Lectura del santo evangelio según san Juan (14,6-14):
En aquel tiempo, dijo Jesús a Tomás: «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre, sino por mí. Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto.»
Felipe le dice: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta.»
Jesús le replica: «Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: «Muéstranos al Padre»? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, hace sus obras, Creedme: yo estoy en el Padre, y el Padre en mí. Si no, creed a las obras. Os lo aseguro: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores. Porque yo me voy al Padre; y lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré.»
Palabra del Señor