3 de octubre. Martes XXVI del Tiempo Ordinario. San Francisco de Borja

Evangelio de hoy

Sucedió que como se iban cumpliendo los días de su asunción, Él se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén, y envió mensajeros delante de sí, que fueron y entraron en un pueblo de samaritanos para prepararle posada; pero no le recibieron porque tenía intención de ir a Jerusalén. Al verlo sus discípulos Santiago y Juan, dijeron: «Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?». Pero volviéndose, les reprendió; y se fueron a otro pueblo. (Lc 9,51-56)

Medita lo que Dios te dice en el Evangelio

La impaciencia es un defecto al cual todo hombre vive expuesto. Vivimos indispuestos a todo aquello que parece contraponerse a nuestro modo de vivir. La solución, sin embargo, no es sólo una relativista. Cuando una persona me dice «no quiero hacer lo que tú propones», la solución no siempre es decir: «Está bien. Hazlo cómo desees». El cristiano no es aquél que simplemente se desentiende de su entorno. No es el que dice «que todos hagan lo que quieran», con lo cual abre una puerta a la división.
Cristo me enseña a ser paciente. No manda fuego sobre aquellos que no recibieron su mensaje. Cristo sabe esperar. Sabe mirar hacia adelante. Es consciente de que, para enseñar a amar, se deben ofrecer muchas oportunidades. Me sirvo de una imagen: un pescador debe mantener siempre la caña en sus manos. Si la suelta por un momento podría perder a su presa. Si desea pescar, debe tenerla siempre firme. Aunque por mucho tiempo nada muerda su anzuelo, estará listo para el momento en que algún animal lo haga. La misericordia de Cristo consiste, no en olvidar y dejar fracasar todo, sino en ofrecer su mano al hombre una y otra vez, pero sin invadirlo.
Te pido la gracia, Jesús, de formar un corazón como el tuyo: Paciente y que mira siempre más allá.

«La Eucaristía forma en nosotros una memoria agradecida, porque nos reconocemos hijos amados y saciados por el Padre; una memoria libre, porque el amor de Jesús, su perdón, sana las heridas del pasado y nos mitiga el recuerdo de las injusticias sufridas e infligidas; una memoria paciente, porque en medio de la adversidad sabemos que el Espíritu de Jesús permanece en nosotros. La Eucaristía nos anima: incluso en el camino más accidentado no estamos solos, el Señor no se olvida de nosotros y cada vez que vamos a él nos conforta con amor.»
(Homilía de S.S. Francisco, 18 de junio de 2017).

San Francisco de Borja

Nació en Gandía (España) en 1510 en el seno de una familia ducal. El emperador le dio el título de marqués, se casó con 19 años y tuvo ocho hijos. Desempeñó cargos políticos relevantes en la corte del Emperador Carlos V, sin embargo, llevó una vida ejemplar. Después de la muerte de la Emperatriz Isabel, sufrió una transformación interior y llegó a despreciar la vanidades de la corte. Su esposa falleció en 1546. Entonces, entró en la Compañía de Jesús de la que llegó a ser superior general. Gobernó de una manera humilde y sabia e impulsó notablemente la expansión misionera. Murió en Roma el 1 de Octubre de 1572 y fue beatificado en 1624 y canonizado en 1671. Se trató de uno de los primeros grandes apóstoles de la Compañía de Jesús.