Misas e intenciones
Ermita de Campolivar
A las 19h. Sufr. Amparo March Ferrer.
Templo Carmelitas
A las 20h. Sufr. Manuel Pascual Yayas.
Evangelio (Lc 6,12-19)
En aquellos días, Jesús se fue al monte a orar, y se pasó la noche en oración con Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, y eligió doce de entre ellos, a los que llamó también apóstoles. A Simón, a quien llamó Pedro, y a su hermano Andrés; a Santiago y Juan, a Felipe y Bartolomé, a Mateo y Tomás, a Santiago de Alfeo y Simón, llamado Zelotes; a Judas de Santiago, y a Judas Iscariote, que llegó a ser un traidor.
Bajando con ellos se detuvo en un paraje llano; había una gran multitud de discípulos suyos y gran muchedumbre del pueblo, de toda Judea, de Jerusalén y de la región costera de Tiro y Sidón, que habían venido para oírle y ser curados de sus enfermedades. Y los que eran molestados por espíritus inmundos quedaban curados. Toda la gente procuraba tocarle, porque salía de Él una fuerza que sanaba a todos.
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio
Simón provenía de un grupo político de Israel. Judas hizo una pregunta en la Última Cena y escribió una de las cartas del Nuevo Testamento. Fuera de estos datos tan reducidos, ¿qué más sabemos sobre los dos apóstoles de hoy? ¿Dónde predicaron? ¿Qué hicieron?
Cuando pensamos en los Doce Apóstoles que eligió el Señor, con facilidad vienen a nuestra mente nombres como Pedro, Santiago y Juan. Tal vez pensamos en Pablo, un apóstol posterior a la Resurrección, pero igual de apasionado por el Evangelio. ¿Quién piensa en Simón? ¿Quién piensa en Judas Tadeo? Los pobres acabaron en un lugar «secundario», de ésos que no aparecen en primera plana ni parecen dejar rastro en la historia…
Sin embargo, ellos fueron esenciales en la construcción del Reino. Tan esenciales como Santiago, como Juan. Fueron parte de los Doce, escucharon cada palabra del Maestro, presenciaron sus milagros, recibieron su misión. Pero su importancia no consiste en la fama que obtuvieron. Importancia y renombre no siempre van de la mano.
Construir el Reino requiere decir poco y hacer mucho. No es nuestro nombre lo que anunciamos por la calle, sino el nombre de Jesús, «porque no existe bajo el cielo otro nombre dado a los hombres, por el cual podamos alcanzar la salvación.» (Hechos 4, 12) Como apóstoles del Tercer Milenio, queremos dar a conocer a Cristo, hacer crecer su fama, expandir su mensaje y su impacto en el corazón de los hombres y mujeres de todo el mundo. Éste es nuestro objetivo, mucho más que la propia realización.
Nuestro trabajo por construir una cultura más cristiana, tal vez nadie lo vea. Tal vez nadie nos construirá una iglesia para venerar nuestras reliquias… Tal vez seamos de ese montón de apóstoles «anónimos» que han recorrido caminos por dos mil años sin dejar firma… ¿Y qué más da? No existen los apóstoles anónimos; para Cristo somos importantes, nuestro nombre es insustituible en la lista de sus apóstoles. Esto es lo único que de verdad importa.
«Celebramos, por tanto, la fiesta de la santidad. Esa santidad que, tal vez, no se manifiesta en grandes obras o en sucesos extraordinarios, sino la que sabe vivir fielmente y día a día las exigencias del bautismo. Una santidad hecha de amor a Dios y a los hermanos. Amor fiel hasta el olvido de sí mismo y la entrega total a los demás, como la vida de esas madres y esos padres, que se sacrifican por sus familias sabiendo renunciar gustosamente, aunque no sea siempre fácil, a tantas cosas, a tantos proyectos o planes personales. Pero si hay algo que caracteriza a los santos es que son realmente felices. Han encontrado el secreto de esa felicidad auténtica, que anida en el fondo del alma y que tiene su fuente en el amor de Dios. Por eso, a los santos se les llama bienaventurados. Las bienaventuranzas son su camino, su meta hacia la patria. Las bienaventuranzas son el camino de vida que el Señor nos enseña, para que sigamos sus huellas.»
(Homilía de S.S. Francisco, 1 de noviembre de 2016).