5 de septiembre. Martes de la XXII semana del Tiempo Ordinario

Santa Teresa de Calcuta

Evangelio

En aquel tiempo, Jesús bajó a Cafarnaún, ciudad de Galilea, y los sábados enseñaba a la gente.

Se quedaban asombrados de su doctrina, porque hablaba con autoridad.
Había en la sinagoga un hombre que tenía un demonio inmundo, y se puso a gritar a voces: «¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios.»
Jesús le intimó: «¡Cierra la boca y sal!»
El demonio tiró al hombre por tierra en medio de la gente, pero salió sin hacerle daño.
Todos comentaban estupefactos: «¿Qué tiene su palabra? Da órdenes con autoridad y poder a los espíritus inmundos, y salen.» Noticias de él iban llegando a todos los lugares de la comarca. Lc. 4, 31-37

Medita lo que Dios te dice en el Evangelio

En este Evangelio Jesús nos recuerda el poder y el valor del nombre de Dios. En la antigüedad, era tanto el respeto al nombre de Dios que no se atrevían ni siquiera a nombrarlo. Era tal la estima y el respeto hacia Dios que sólo el pronunciar su nombre ya era rozar con lo divino.
Creo que tristemente estamos muy lejos de aquel respeto y devoción. Hoy, el nombre de Dios parece carecer de valor. La devoción al santo nombre de Jesús suena tan extraña que ni siquiera se piensa que existió. Pero la misma Sagrada Escritura nos muestra que jamás se hizo un milagro, por parte de los hombres, sin haber antes invocado el nombre de Dios, de Jesús.
¿Por qué exigimos milagros a Dios? ¿Por qué nos quejamos de su falta de acción y presencia en nuestras vidas cuando ni siquiera escuchamos la petición o condición que Él mismo nos dio para ser bendecidos. «Todo lo que pidan al Padre en mi nombre, lo recibirán»?
Enséñanos, Jesús, la gloria de tu nombre; derrama en nuestros corazones el don de la fe para que seamos capaces de recibir todas las gracias y bendiciones que tienes tiempo de querer regalarnos.

«La transformación del corazón que nos lleva a confesar nuestros pecados es “don de Dios”. Nosotros solos no podemos. Poder confesar nuestros pecados es un don de Dios, es un regalo, es “obra suya”. Ser tocados con ternura por su mano y plasmados por su gracia nos permite, por lo tanto, acercarnos al sacerdote sin temor por nuestras culpas, pero con la certeza de ser acogidos por él en nombre de Dios y comprendidos a pesar de nuestras miserias; e incluso sin tener un abogado defensor: tenemos sólo uno, que dio su vida por nuestros pecados. Es Él quien, con el Padre, nos defiende siempre.»
(Homilía de S.S. Francisco, 13 de marzo de 2015).