Evangelio
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto. El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna. Si alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguno me sirve, el Padre le honrará».
(Jn 12,24-26)
Reflexión
Hoy usas la imagen del grano de trigo. El grano del que me hablas en el pasaje es aquél que muere para dar fruto. Sin embargo, puede existir otro tipo de trigo, ése que sólo recibe cuidados y atenciones pero nunca da nada, nunca produce, nunca se realiza. Es como esos granos, o esas espigas que adornan un florero. Reciben agua, sombra, sol, cuidado, compañía, pero nunca morirán a sí mismas para poder dar origen a otras espigas.
Donarse desinteresadamente puede sonar extraño en el mundo de hoy. Sin embargo, es la invitación que me haces en este Evangelio. En la vida cotidiana experimento el deseo de recibir siempre y casi nunca el de dar. Quiero que los demás me den su afecto, me presten atención, me regalen cosas, me brinden su tiempo, me concedan alguna ayuda o favor; pero a la hora en que yo puedo hacerlo, generalmente huyo. Incluso en mi relación contigo quiero que me des lo que pido, que me llenes de tu fuerza, de tu gracia, que ayudes y protejas a los que amo y me saques de uno que otro apuro, pero no me dono a Ti, o son muy pocos los actos de entrega, de sacrificio, de donación entera a Ti.
Permíteme, Señor, ser grano de trigo que muera a mí mismo en el servicio a los demás, en el dar de mi tiempo, de mis cosas, de mis cualidades. Que me sepa entregar a los demás sin esperar nada a cambio, hacerlo desinteresadamente. Así como Tú me has enseñado al morir en la cruz, para dar fruto de salvación para el mundo entero.
«Esta es la ley del evangelio: si el grano de trigo no muere, no da fruto, porque esta es la ley que Jesús mismo nos indicó con su persona. Pero con la certeza de que después llega la resurrección. Uno de los teólogos de los primeros siglos decía que “la sangre de los mártires era la semilla de los cristianos”. Porque morir así como mártires, como testigos de Jesús, es precisamente como la semilla que muere y da el fruto y llena la tierra de nuevos cristianos. Y cuando el pastor vive así, no está amargado: quizás se siente desolado, pero tiene esa certeza de que el Señor está a su lado.»
(Cf Homilía de S.S. Francisco, 18 de octubre de 2016, en santa Marta)
San Lorenzo
Nació en Jaca y se marchó a Roma guiado por su inquietud espiritual. El Papa Sixto II lo nombró diácono y se encargó de los pobres de la ciudad. El Emperador Valeriano publicó un edicto de persecución a los cristianos y arrestaron al Papa y a los diáconos. San Lorenzo morirá un poco después cuando el emperador le ordena hacer una colecta con todos los bienes que poseían los cristianos en Roma. Entonces, se presentó ante el emperador rodeado de pobres, paralíticos, cojos, mendigos, enfermos y ciegos y le dijo: «Estos son los tesoros de la Iglesia». Lo condenaron a muerte, mientras que el emperador, irritado por su alegría en compartir los sufrimientos de Cristo, mandó que lo quemaran en unas parrillas ardiendo.