Las bienaventuranzas proclamadas por Jesús aparecen como la “carta magna” del Reino de los cielos que es dada a los pobres de espíritu, a los afligidos, a los mansos, a quienes tienen hambre y sed de justicia, a los misericordiosos, a los limpios de corazón, a los constructores de la paz, a los perseguidos por causa de la justicia. Las bienaventuranzas no indican solamente las exigencias del Reino. Manifiestan, en primer lugar la obra que Dios realiza en nosotros haciéndonos semejantes a su Hijo y capaces de tener sus sentimientos, de confianza plena en el Padre, de amor y de perdón hacia todos.
Las bienaventuranzas son, en efecto, el retrato que Jesús trazó de sí mismo; son la expresión de la vida que Él encarnó y vivió históricamente; aquella vida que sus discípulos vieron con sus propios ojos y palparon con sus manos; la que les llenó de gozo y de alegría plena. Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad. Nos muestran el Camino que es Cristo para todos los hombres. El camino de Cristo está resumido en las bienaventuranzas, único camino hacia la dicha eterna a la que aspira el corazón del hombre. El destino que Cristo arrostró y consumó felizmente es programa moral y de vida para sus seguidores. Ser cristiano es vivir en Cristo, vivir la misma vida de Cristo, vivir como Él vivió. Por eso, las bienaventuranzas proclamadas por Jesús en el Monte iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana.
Ahí está la dicha y la alegría del hombre. Ahí está la vocación a la que hemos sido llamados por Dios: a ser felices. Así, las bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad. Deseo que Dios ha puesto en el corazón del hombre a fin de atraerlo hacia Él, el único que lo puede satisfacer. Las bienaventuranzas descubren la meta de la existencia humana, el fin último de nuestros actos humanos. Dios, por puro amor y benevolencia infinita, por misericordia eterna, nos llama a su propia bienaventuranza, a su felicidad y a su dicha que no tienen medida, a la alegría completa que en Él se encuentra, al amor donde el corazón de todo hombre encuentra su reposo y consuelo.
Las bienaventuranzas, así, son promesas paradójicas, sostienen la esperanza en las tribulaciones y anuncian bendiciones y las recompensas ya iniciadas por el amor y la misericordia insondable de Dios Padre, manifestadas en su Hijo. Aunque el sufrimiento y la desesperanza parezcan llenar el mundo, Dios hace todo lo que hace para la vida y el gozo del hombre. Dios ha creado el mundo y nos ha dado el ser. Y para nuestra vida y nuestro gozo, destruidos por el pecado, ha venido el Hijo de Dios a nuestra carne, y la ha unido a sí, con un amor esponsal, y la vivifica con su Espíritu Santo para que pueda recorrer la bella, dichosa y buena aventura que Él mismo recorrió en el camino hacia el Padre: la bella aventura de las bienaventuranzas.
Las palabras de Cristo hablan de sufrimiento, de pobreza, de hambre, de persecución, de llanto, de falta de paz y de injusticia, de mentira y de insultos. Hablan del sufrimiento del hombre en su vida temporal. Pero no se detienen ahí. Hablan de dicha, de alegría; proclaman dichosos y felices, bienaventurados, precisamente, a los pobres, a los sufridos, a los que lloran, a los que tienen hambre de justicia, a los perseguidos, a los que trabajan por la paz, a los sencillos y limpios de corazón, a los calumniados por causa de su Nombre. Y nos hablan de la motivación, de las razones, del porqué de esta dicha. Hasta ocho veces repite ese por qué, enseñándonos las razones por las que son dichosos: “Porque de ellos es el Reino de los cielos”, porque de ellos es Dios mismo, amor sin límites, abismo sin fondo de misericordia, plenitud de vida y de gracia, justicia y santidad verdaderas, bondad suprema, paz, reconciliación y perdón para todos, fuente de luz.
Al decir Jesús que los que lloran serán consolados, Cristo indica, sobre todo, el consuelo definitivo más allá de la muerte. Lo enseña también la segunda bienaventuranza, porque heredarán la tierra, refiriéndose a la propiedad en sentido escatológico, definitivo y último, la nueva tierra donde habite la justicia, Dios para siempre. Igualmente quedarán saciados los que tienen hambre y sed de justicia, porque en el Reino de los cielos ésa será su herencia. Los que son misericordiosos encontrarán misericordia. Los que son limpios de corazón contemplarán a Dios cara a cara, lo cual, según las enseñanzas del Nuevo Testamento, es la esencia propia de la felicidad propia del Reino de Dios. A lo mismo se refiere la bienaventuranza de los que trabajan por la paz, llamándolos hijos de Dios. Cuando Jesús enuncia el último de los grupos de los bienaventurados, considerando entre ellos, a los perseguidos por causa de la justicia, se repite lo dicho a los primeros, los pobres, los pecadores, los desheredados: “porque de ellos es el Reino de los cielos”. Cristo resume las bienaventuranzas dirigiéndose a los que de algún modo son perseguidos y falsamente acusados, exhortándoles a la alegría: “Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en los cielos”.
Las bienaventuranzas nos abren un horizonte nuevo con relación a la vida y a las conductas humanas. Son dichosos, pues, quienes se dejan guiar por el espíritu de las bienaventuranzas y, ciertamente, heredarán la tierra, aunque hayan acabado los días de su vida terrena. Su victoria y su felicidad es el participar de la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, ser asociados a la gloria de su pasión y resurrección. ¿Es ésta solamente una promesa de futuro? Las certezas admirables que Jesús da a sus discípulos, ¿se refieren sólo a la vida eterna, a un reino de los cielos más allá de la muerte? Los cristianos sabemos bien que ese Reino está cerca. Porque ha sido inaugurado con la vida, muerte y resurrección de Cristo. Sí, está cerca, porque también en buena parte depende de nosotros discípulos y seguidores de Jesús. Somos nosotros, bautizados y confirmados en Cristo, los llamados a acercar ese Reino, a hacerlo visible y actual en este mundo, como preparación a su establecimiento definitivo. Y esto se logra con nuestro esfuerzo y conducta concorde con los preceptos del Señor, con nuestra identificación y seguimiento.
La bienaventuranza prometida nos coloca, así, ante opciones morales decisivas. Nos invita a purificar nuestro corazón de sus malos instintos y a buscar el amor de Dios por encima de todo, a poner en Él la confianza plena, como un niño satisfecho, recién amamantado, en brazos de su madre, a no esperar de otro la salvación y la dicha definitivas. La bienaventuranza prometida nos enseña que la verdadera felicidad, la auténtica dicha, no reside en la riqueza o en el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino sólo en Dios, fuente de todo bien y de todo amor, nuestro lote y heredad.
Esta es la verdadera felicidad, la auténtica alegría, la alegría de estar dentro del amor de Dios que nos hace hijos suyos. La alegría de los hijos es una alegría que requiere confianza total en el Padre. Es la alegría que tiene su fundamento no en el tener sino en el ser, no en el poder o en el dominio, no en el goce o disfrute individualista o en el bienestar a toda costa, sino en la entrega y donación de nosotros mismos, en el dar una preferencia absoluta a las cosas del Reino. Es la alegría profunda y exigente de las bienaventuranzas, la de las personas que viven una entrega total a Dios, aquellas para quienes sólo Dios basta. Es la felicidad que sólo en Dios tiene su realización plena la alegría que nadie podrá quitar, la que es fruto del amor y, por consiguiente, de Dios mismo en persona, que es amor. Este es el camino de una humanidad nueva y renovada, esto es lo que cambia el mundo desde sus cimientos, esta es la luz que necesitamos en mundo envuelto en oscuridades. Esta es la auténtica visión del hombre, la que Jesús nos ofrece con las bienaventuranzas, la verdadera antropología está en ellas. Este es el futuro: el de las bienaventuranzas, el de Cristo, que nos dejó en las bienaventuranzas su autorretrato para ser dichosos. Sigámoslo y veremos un mundo en cambio, el cambio que necesitamos.
+ Antonio Cañizares Llovera
Arzobispo de Valencia