En este cuarto domingo del tiempo ordinario, el Evangelio presenta el primer gran discurso que el Señor sugiere a la gente, en lo alto de las suaves colinas que rodean el lago de Galilea y proclama: «bienaventurados» a los pobres de espírutu, a los que lloran, a los misericordiosos, a quienes tienen hambre de justicia, a los limpios de corazón, a los perseguidos. Se trata de una enseñanza que viene de los lo alto y toca la condición humana, precisamente la que el Señor, al encarnarse, quiso asumir, para salvarla.
Las Bienaventuranzas son un nuevo programa de vida, para liberarse de los falsos valores del mundo y abrirse a los verdaderos bines, presentes y futuros. En efecto, cuando Dios consuela, sacia el hambre de justicia y enjuga las lágrima de los que lloran, significa que, además de recompensar a cada uno de mondo sensible, abre el reino de los cielos. Las Bienaventuranzas son la transposición de la cruz y la resurrección a la existencia del discípulo. Reflejan la vida del Hijo de Dios que se deja perseguir, despreciar hasta la condena a muerte, a fin de dar a los hombres la salvación. Benedicto XVI